miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cuando Roma Calla




“Cuando Roma Calla” es un thriller policíaco que se adentra en las entrañas de la Iglesia Católica, donde sale a relucir una oscura trama de financiación ilegal, y de abusos a menores que durante años ha estado operando al margen de la ley, pero con el consentimiento y complicidad de altos cargos de la Curia Romana.

A raíz de la aparición de un antiguo Guarda Suizo, a quien se creía muerto tras el asesinato de un Cardenal, se empieza a investigar a la Fraternità della Croce, una organización secreta a la que pertenecen varios eclesiásticos implicados en una red de ocultación de capitales. Al descubrirse el cadáver mutilado de un sacerdote que intentaba poner al descubierto las cuentas secretas de la Santa Sede, Gina Cavallo, miembro de la policía italiana, se hace cargo de la investigación.

Al mismo tiempo, en un monasterio cartujo de Florencia, lleva semanas reunida una comisión de investigación, tras hallarse una serie de documentos muy comprometedores con relación a la financiación ilegal y al blanqueo de capitales por parte de la Banca Vaticana. Cuando todo está a punto de ser descubierto, en la Cartuja ocurre un hecho sin precedentes. A partir de ahí, las dos líneas de investigación se unen, con intención de poner al descubierto a los responsables de esos delitos.


miércoles, 11 de mayo de 2011

Sobre la beatificación de Juan Pablo II

A raíz de la beatificación de Juan Pablo II, me surge una cuestión acerca de los requisitos que Roma exige para que un cristiano sea elevado a los altares.

La ley específica católica para las beatificaciones y canonizaciones dice que se requieren dos procesos, uno de virtudes heroicas y otro por el que se declara probado que Dios ha obrado un milagro por intercesión del fiel que se pretende beatificar. Una vez beatificado, para proceder a la canonización se debe declarar probado un nuevo milagro por intercesión del beato.

Se considera milagro a estos efectos un hecho que no es explicable por causas naturales, y que se atribuye a la intercesión de un siervo de Dios. El milagro debe ser físico: "la práctica ininterrumpida de la Iglesia establece la necesidad de un milagro físico, pues no basta un milagro moral", recordó Benedicto XVI en el Mensaje al prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

Es decir, que sólo serán relevantes los milagros que bajo ningún aspecto puedan ser explicables por causas naturales.

La pregunta que me surge inmediatamente es el sentido de los milagros en los Evangelios y por qué son necesarios en la Iglesia para una beatificación o canonización.

En los Evangelios, los milagros son acciones directas de Jesús para expresar con hechos y palabras que el Reino de Dios está presente. Pero curiosamente, la exégesis apuesta por afirmar que los milagros de Jesús no son pruebas para demostrar su divinidad y que sobre todo cumplen los anuncios del Antiguo Testamento.

Es más, en los Evangelios encontramos diferentes tipos de milagros: los exorcismos, las curaciones, los de donación (como la multiplicación de los panes), los de salvamento, o las epifanías. En unos casos estos milagros rompen con las leyes naturales y en otros no. En unos casos son de orden físico y en otros de orden moral o espiritual.

Y sin embargo, la Iglesia exige al Santo que interceda ante Dios con un milagro físico, a pesar de que estos signos en los Evangelios tengan una mayor carga teológica que de realidad sobrenatural, porque se saltan las leyes del curso natural de la historia.

Por otro lado, a través de una lectura de los Evangelios queda bien claro que Jesús le da a esos signos la importancia que tienen dentro de la totalidad de su misión, pero sin extrapolarlos exageradamente. De hecho, Jesús rechaza en varias ocasiones obrar ese tipo de prodigios.

Esto ocurre si es para sacar algún beneficio en su propio provecho. De igual modo se niega a hacer milagros si es para dispensarle del trago amargo de la Cruz. Y por último, se niega a realizar milagros si no encuentra fe suficiente en la gente que se lo pide.

Sin embargo, la Iglesia no tiene recato alguno al exigir a Dios que obre algún milagro por intercesión del cristiano que se quiere beatificar o canonizar.

Si para Jesús los milagros no son más que signos de la manifestación del Reino de Dios y forman parte del todo que configura su misión, ¿por qué la Iglesia le concede una importancia que Jesús mismo desdeña?


La santidad de una persona debería medirse por otros parámetros mucho más evangélicos. De hecho, la santidad de una persona no la otorgan ni los hombres ni la Iglesia, sino sólo Dios que a todos nos ha hecho Santos por el sólo hecho de creer en Él como Señor y Salvador.

Ciertamente, la Santidad es un atributo exclusivo de Dios que Él comunica a todo hombre que desea acogerlo en su vida. Para ser Santos no se requiere mérito alguno, ni virtudes heroicas por parte de los hombres; es un regalo gratuito de Dios. Y como todo don gratuito que procede de Dios, el hombre no es quien para ponerle condiciones, y menos aún la de la exigencia de que obre un milagro.

La Santidad, Dios se la regala a todo el que cree en Él, y no podemos hacer nada para cambiar esto. Porque Dios es Santo, también lo es el hombre por pura gracia suya, o en otras palabras porque Él lo quiere sin más.

El Nuevo Testamento llama Santo a todo cristiano que habiéndose entregado a Dios lo ha hecho también a Jesús el Salvador.

¿Por qué le ponemos condiciones a Dios si ni si quiera el mismo Jesús lo consintió? Hoy deberíamos alegrarnos, no por el nuevo beato Juan Pablo II, sino por la Santidad de Dios que se le ha regalado a todo hombre que ha sabido abrirse al amor de Dios. 

Fausto Antonio Ramírez

jueves, 28 de abril de 2011

La historia increíble

Las plañideras de Villavieja y unas cuantas más que vinieron de los pueblos vecinos acompañaron en todo momento con jipíos y desgarros guturales un terrible tránsito que dejaba a toda la vecindad sin resuello ni explicación ante su misteriosa desaparición.

En su tumba colocaron una lápida que fue tallada a toda prisa por Carmelo Ruzafa y que por mismísimo encargo del alcalde y dictado del señor cura, grabó la siguiente inscripción sacada del primer Isaías: "Oír, oiréis, pero no entenderéis; mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado".

La ceremonia del entierro se celebró entre sollozos disimulados y lágrimas de cocodrilo, que con una exagerada puesta en escena, propia de la mejor tragedia griega, las mujeres del pueblo, alentadas por aquellas plañideras mercenarias, dieron el mejor espectáculo que hasta el momento jamás se había visto en Villavieja de Alcaida, si no se tenía en cuenta el drama lapidario a la que años atrás fue expuesta la madre de Maruja Casamayor cuando se supo de su alumbramiento a escondidas, fruto de la relación mantenida con el todavía párroco del pueblo, quien supo disculparse acusando a su barragana de ser el mismísimo diablo tentador que so capa de cordero inocente supo arrancarle de sus piadosos votos de castidad perpetua.

Nadie podía dar crédito a lo inusual de aquel entierro que, tras una fingida pátina de lobreguez y amargura, despidió a su convecino sin prueba alguna concluyente en torno a su desaparición.

A partir de entonces los rumores sobre su vida empezaron a correr de boca en boca como fuego que se junta con la estopa. El ingenio para unos, y el diablo que sopla para otros, fueron argumentos de fuerza mayor para inventar una historia increíble acerca de su vida, su muerte y, en algunas mentes, sobre su actual paradero.

(Extracto del cuento "La historia increíble", del libro Cuentos para el Alba).

Fausto Antonio Ramírez

miércoles, 20 de abril de 2011

Cuando Dios se calla







El camino de la fe atraviesa con frecuencia períodos de prueba durísimos de los que siempre se sale fortalecido y transformado, algo así a como le ocurrió a Jacob la noche que luchó con el ángel de Dios a orillas del Yabboq.

A Dios, todo hombre tiene el derecho de reclamarle una palabra de consuelo, una palabra personal que sea capaz de sostener la actividad y la vida de fe de cualquier creyente, especialmente en los momentos más duros de la vida, cuando la tentación del abandono ronda como una espina punzante el corazón del orante y se empieza a perder el sentido de vivir la exigencia del Evangelio.

Durante la oscuridad del silencio de Dios, el creyente se mantiene a la espera, atento siempre a una palabra que no parece querer hacerse elocuente. Ni se percibe, ni se siente el calor de la cercanía de Dios por el que se ha dejado todo para seguirle sin condiciones.

Que Dios se calle parece algo insensato y hasta cruel por su parte, pero cuando a pesar de su ausencia uno se mantiene fiel en la oración, al final el orante llega a percibir esa palabra tan anhelada dirigida a él personalmente y acompañada de un exquisito consuelo como premio a la fidelidad durante la prueba purificadora.

Entonces se tiene la confirmación de que esa palabra procede de Dios, porque viene acompañada de una profunda paz interior, de mucho consuelo y alegría serena que son los signos del Espíritu con los que se le regala al creyente la aseveración de que el silencio era querido por Dios, en la espera de la total purificación y transformación del hombre que buscaba su rostro glorioso.

Se trata de una lucha espiritual que enfrenta al hombre con el Misterio de Dios. En el camino de la oración no faltan ni los obstáculos exteriores, ni las dificultades interiores, pero el verdadero orante no se desanima nunca. Por eso, la oración es como un camino que adquiere muchas veces la fisonomía de una verdadera lucha.

Se trata de un combate misterioso pero fecundo, porque la confianza en el amor de Dios es la raíz más profunda de la experiencia de la oración. La lucha del orante encierra muchas cosas al mismo tiempo, pero ante todo es la expresión simbólica de una Presencia que se percibe en la oscuridad.

La oración es el lugar en el que la fe asume esta contradicción. El Dios que habla es también el Dios que se calla. La oración consiste en escuchar lo que Dios nos dice en su silencio. En esta terrible lucha, la palabra vendrá sólo al final, después de una larga noche.

Dios no se revela necesariamente en la elocuencia, sino que ordinariamente se hace presente en un silencio que es percibido en lo callado del silencio de la noche de la fe. La superación de este momento, aparentemente terrible, ocurre cuando el creyente se encuentra con el Dios que salva, aunque sea a través del enfrentamiento. Es como si su silencio se volviera fecundo y necesario para la fe.

Entonces, el creyente descubre la novedad del Misterio que en ningún momento ha dejado de estar presente.

Fausto Antonio Ramírez 

martes, 12 de abril de 2011

Cuando la venganza se transforma en misericordia

A nuestro alrededor vemos personas que tienen comportamientos extraños, un modo de vida que objetivamente está fuera de las normas comunes: una vecina que se prostituye, un primo que acaba de ingresar en prisión, o un hijo que se droga.

En estos casos, tenemos en seguida la impresión de que toda la vida, toda la historia de la persona se resume en lo que no nos gusta de ella. Ya deja de ser un familiar, o un primo, o nuestro padre, para ser “aquel que está en la cárcel”. A la menor ocasión, ante el mínimo conflicto ya sabemos la reacción de la gente: “de ese, qué se podía esperar”.

Existen otras situaciones, más corrientes, en las que reaccionamos de la misma manera. Eso ocurre cuando podemos reprender a alguien por algún aspecto de su conducta. “Ese bebe más de la cuenta, aquel está divorciado, aquellos dos son homosexuales y viven juntos…”. Los que han pasado por estas pruebas, saben bien que en pocos días se pueden perder a los amigos, que las invitaciones se anulan, y se instala el vacío alrededor de nosotros.

Todo esto se fundamenta en los mismos mecanismos: creemos conocer a las personas cuando las hemos podido encasillar en lo que han hecho o en lo que hacen. Y sin embargo, ¿qué sabemos nosotros de lo que han hecho? ¿Qué sabemos del porqué de su comportamiento? ¿Qué podemos imaginarnos de los sufrimientos por los que han tenido que pasar?

Cuando se comete una falta, se pueden experimentar dos clases de sentimientos que no debemos confundir: la vergüenza y la culpabilidad.

La culpabilidad es el sentimiento por haber cometido una falta moral, por haber actuado "fuera de la ley" moral. Uno se siente culpable de haber hecho lo que no se puede hacer. La culpabilidad exige una referencia a otro, diferente de uno mismo, pero sobre todo, a la ley moral: la referencia de lo que está bien o está mal. Uno se siente culpable ante las expectativas de los demás, o por no haber sabido hacer lo que ellos esperaban de nosotros.

La culpabilidad se sitúa pues a un nivel moral, pero la vergüenza a un nivel menos elevado. La culpabilidad exige una referencia a la ley, a lo que está bien o está mal para todo el mundo; la vergüenza se construye sobre lo que yo considero como un bien para mí, o como un mal para mí o para mi imagen. La culpabilidad es cosa del otro; la vergüenza sólo me concierne a mí.

La misericordia nos lleva a hacernos, casi físicamente cargo del corazón del prójimo. Se trata de compartir la alegría y la felicidad, para sentir con el otro su dolor y su sufrimiento. Éste es el camino para el perdón, ésta es la única puerta hacia el amor.

Existen situaciones en las que hablar de perdón parece extraño: ¿Cómo se puede perdonar a aquel que acaba de cometer un crimen? ¿Cómo se puede perdonar al cónyuge que acaba de romper su compromiso de fidelidad?

Cuando alguien comete una falta que nos hace sufrir, no estamos dispuestos a perdonarle y consideramos una traición cualquier propuesta de comprensión. En esos momentos uno tiene ganas de decir: “no quiero saber nada de él”. Intentar comprender sería acercarse a aquel que me ha hecho daño, sería como empezar de nuevo.


Fausto Antonio Ramírez

lunes, 4 de abril de 2011

Enfance




No son los hijos de los hombres

No son los hijos de los hombres,
los que silencian tus salidas.
No son los hijos que no tuvimos,
los que olvidan tu partida.

No son las palabras entredichas,
las que ahogan tus pensamientos.
No son los gritos enmudecidos,
los que acallan tu entendimiento.

No son las noches negras,
las que atormentan tus ilusiones.
No son los huecos oscurecidos,
los que recogen tus pretensiones.

No son las dagas afiladas,
las que te cortan el aliento.
No son mis miradas encendidas,
las que revientan tus movimientos.

Son las lágrimas derramadas,
al amparo de tu suerte,
las que limpian tus tristezas,
que por amor,
a mí me matan, lentamente.

Fausto Antonio Ramírez

jueves, 31 de marzo de 2011

El silencio del almendro

A mitad de la primera Aria, “La Ricordanza” de Bellini, Salvador vio cómo se abría la puerta del fondo de la sala. La luz hiriente del hall de entrada se apresuró a colarse en el silencio en el que su voz se deslizaba junto al piano. 

De pronto, la persona que avanzaba por el pasillo central, con un paso impertinente y acelerado, comenzó a cantar al unísono con él y, en algunas notas, mientras entonaba “con quel pianger che rompe la parola”, (con ese llanto que rompe la palabra), con un finísimo piano, improvisó un discanto con el que floreó la melodía principal que salía de su garganta. 

Salvador no quiso parar su interpretación, intuyendo de sobra que se trataba de Madeleine, a quien dejó por cortesía y curiosidad que innovara junto a él el hermoso soneto de Carlo Pepoli, sobre el que Bellini escribió aquella canción. Los pocos espectadores que estaban frente a él se volvieron sorprendidos por la interrupción. 

A Berenguer, que alzó la mirada de su partitura como indicándole si continuaba o no, el tenor le hizo un gesto con la mano para que prosiguiera tocando. De pronto se vio envuelto en una especie de juego infantil que le divertía mucho. 

Alguien ayudó a Mme Limoges a subir al estrado y, mientras se quitaba la gabardina que llevaba cerrada con un cinturón ancho de piel marrón, subió algo más el volumen de su voz, consiguiendo que Salvador se callara y ella terminara la melodía con aquel “morir caro” que en un casi inaudible hilo de voz, dejó que se fuera apagando, alargando la nota, sin respirar -cosa que jamás Salvador había escuchado antes-, más allá de lo que la partitura indicaba, esperando a que el piano resolviera la armonía con el acorde final en el que estaba escrita la obra. 

Como si Salvador fuera un espectro invisible, todos los que presenciaron su espectacular aparición rompieron en un generoso aplauso que terminó de hacerle sombra al tenor y concederle a ella todo el protagonismo que no le correspondía. 

Ciertamente, aquellas pocas notas de la canción fueron de una belleza extraordinaria, tanto fue así que el cantante se tuvo que sumar a la ovación que los presentes le brindaron ante una actuación verdaderamente mágica. Aquel dúo improvisado fue el detonante de una amistad, bien controvertida y convulsa, que en ningún momento les dejó indiferentes. 

Madeleine Limoges no tenía en ese momento rival alguno en la interpretación de la canción alemana y, ella lo sabía. Su arrogancia y exceso de vanidad, descargados de cualquier signo de humildad, le hacían posicionarse como una mujer fría, exigente, distante, e irritante por su celo de perfección. Sus ademanes exquisitos, no sólo en el campo de lo musical, eran bien conocidos en aquel mundo tan peculiar de la farándula. 

Maniática hasta el extremo, no se conformaba con la logística habitual que cada cantante demandaba antes de salir a escena. Su camerino debía estar a una temperatura determinada, con un piano de pared, siempre lacado en negro y de manufactura rusa. Exigía que todas las mañanas hubiera rosas blancas frescas y un pequeño frigorífico con agua mineral en abundancia. 

En el escenario se movía con una soltura fantástica, dominando el espacio como si fuera su propia casa. Desde al alumbrado, pasando por la colocación exacta del piano de cola que la iba a acompañar, hasta el lugar que debía ocupar el tenor con el que iba a cantar las piezas a dúo, todo debía estar perfectamente colocado, dejando poco o ningún margen a la opinión de otros expertos profesionales. 

Sin embargo, fuera del escenario era tan encantadora, tierna, sencilla, sin caer en la vulgaridad, y con un don de gentes embaucador. La sorpresa de Salvador ante aquella primera intervención suya, como de sopetón altanero, no parecía dejar resquicio alguno para una relación más cordial y de compañeros durante los ensayos. 

Ciertamente, en escena no cedía ni un ápice de vanagloria a nadie que compartiera con ella cualquier forma de interpretación musical. Si algo no salía conforme a lo que su voluntad de perfeccionismo le exigía, no tardaba en buscar culpables en el pianista, o el tenor acompañante, o la acústica, o incluso el mismo público. 

En cambio, si el éxito era bien merecido, no dudaba en atribuírselo a ella misma y a nadie más. No soportaba ocupar un segundo puesto ante el público, -la Prima Donna se llamaba Madeleine-, y menos aún compartir el éxito obtenido por la brillantez de su voz con alguien que hubiese cantado junto a ella y, exactamente, aquello fue lo que le sucedió a Salvador. 

       (Extracto del Primer Capítulo de la novela "El silencio del almendro). 


 Fausto Antonio Ramírez